La memoria. Heterogeneidad.
Anacronismos.
Tiempo pacificado.
Escritura en la revuelta.
Escritura de la revuelta.

Resistencia Arte y Ak-35

En el momento de iniciar esta escritura, a siete meses de la revuelta social en Chile, y en plena cuarentena por la pandemia del Covid19, la cifra de heridos asociada a la protesta social y causada por las fuerzas del orden —carabineros y militares— asciende a 2.765 personas, según los datos del Instituto de Derechos Humanos (INDH). A su vez, 10.365 personas han sido encarceladas por hechos relacionados con el conflicto social. Mientras que en la misma fecha, 445 personas han sufrido trauma ocular debido a impactos de perdigones y bombas lacrimógenas disparadas por la policía. El INDH ha recibido 197 denuncias por violencia sexual y 520 por tortura. La acumulación del descontento social contenido durante los 17 años de dictadura y los 30 años de “democracia”, han brotado en cada rincón de esta extensa y delgada franja de injusticia y desigualdad.

Bajo el calor sofocante de Santiago, las manifestaciones de rabia por el despojo y corrupción institucionalizado se alzaron bajo la consigna del derrocamiento del gobierno, de la constitución que le ampara y del modelo económico que le sostiene. Pero ahora, se combinan con la gestión de la vida y la muerte a través de la administración sanitaria por una supuesta pandemia declarada hace dos meses. Dos desastres se conjugan bajo la égida de la élite chilena del modelo neoliberal. Pese a ello y frente al desastre acontece el levantamiento. Pero ¿qué hace que la multitud se levante en medio del desastre? ¿cómo opera el desastre?

Una escritura en medio del desastre...

El desastre lo arruina todo, dejando todo como estaba1. En él los acontecimientos aparecen en la forma de una ilusión de flujos que se desencadenan como un espectáculo. El desastre está del lado del olvido; el olvido sin memoria, el retraimiento inmóvil de lo que no ha sido trazado. Olvido que se encauza a modo de cuerpo extraño, fantasma que se incrusta agenciando una serie de medidas en pro de un tiempo simple, homogéneo y vacío. Tiempo de inscripción que ejerce un olvido a fuerza de producir una memoria de mercado como producción que no para de invocar su propia productividad.

Modulación de un desastre instalado por una postdictadura que intensifica sus formas a través de una infinidad de dispositivos represivos, artísticos y semióticos que fomenta una hiperproducción de nuevos sentidos, bajo el velo de un sentido único: el económico. Blanchot nos muestra, utilizando el mito de Arquíloco, la necesidad de adentrarnos a una escritura/arte en medio del desastre, a través de la pregunta por el ritmo de esta época. Del desfase que se produce cuando nos preguntamos por la actualidad y cómo a su vez nos dejamos atrapar por la sugerencia del “conoce cuál es el ritmo que lleva a los hombres”. Preguntarnos por el ritmo del desastre en el que nos mantiene la dictadura y la “democracia”, y cómo a partir de ella el suelo en el que pisamos se enfrente a través de la memoria frente a una producción automatizada de sentido y afecciones. Sin embargo, y volviendo al diálogo con Blanchot: “en este ritmo, estamos atrapados”. Como Prometeo, atrapados y sin salida en la inminencia de una guerra global, pero ¿qué ocurre con este ritmo?

El desastre es desconocido aún, pero a su vez, lo más próximo que se anuncia, a fuerza de ser disuadido por el nombre de lo conocido, es decir, de la mercancía. Se da como aquello que desvía al pensamiento, alejándose por proximidad. En este sentido, nos preguntamos con Blanchot, si es aquella alejada proximidad del acontecimiento de la infinita repetibilidad del Golpe de Estado en la Democracia chilena impuesta por las lógicas de la concertación y la derecha. La quietud, la estancia en la inminencia del plano del desastre, la quemadura de los campos de concentración, el aniquilamiento: desastre inminente que se vuelve sobre la actualidad desfasando su ilusoria actividad. Nadie cree en el desastre, pero todos van bajo su corriente. En ella el sigilo de la creencia en una superación, en un progreso modernizador volvió a nuestra época en un vasto campo de disimulo. Lo vemos por doquier como efecto del desastre. Que todo siga igual, ése es el desastre.

El desastre mantiene a raya a quienes dominan. Esto significa que bajo el proceso de producción de la subjetividad en el trabajo posmoderno el desastre hace señas como proceso de creación y producción. Poder sobre la imaginación, la percepción y los afectos, entendidos como aquello que posibilita una fuga del poder.

El desastre, conectado con la propuesta de Guy Debord sobre el espectáculo “se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible. No dice más que lo que aparece es bueno, lo que es bueno aparece. La actitud que exige por principio es esa actitud pasiva que ya ha obtenido, de hecho, por su forma de aparecer sin réplica, por su monopolio de la apariencia”2. Pasividad desmedida que rebasa el hacer hacia una estética del parecer. El desastre se vuelve acontecimiento del pasado, infinito registro acumulatorio de una rememoración convertida en imagen pasiva.

Blanchot afirma que:

"La pasividad: podemos evocar situaciones de pasividad, la desdicha, el aplastamiento final del estado concentracionario, la servidumbre del esclavo sin amo, caído por debajo de la necesidad, el morir como inatención hacia el mortal desenlace. En todos estos casos, reconocemos, aunque fuese por un saber falsificador, aproximado, unos rasgos comunes: el anonimato, la pérdida de sí, la pérdida de cualquier soberanía, pero también de toda subordinación, la pérdida de la permanencia, el error sin lugar, la imposibilidad de la presencia, la dispersión (la separación)”3.
Pérdida y pasividad que, en Blanchot, configura el desastre inminente e inmemorial: “Así como tan sólo decimos algo en la medida en que podemos previamente hacer entender que lo desdecimos, mediante una especie de prolepsis, no para finalmente no decir nada, sino para que el hablar no se reduzca a la palabra, dicha o por decir o por desdecir: dejando vislumbrar que algo se dice sin que se diga: la pérdida de habla, el llorar sin lágrimas, la redención que anuncia, sin cumplirla, la invisible pasividad del morir –la debilidad humana.”4

Para Blanchot la pasividad se cuela dentro como desastre, pero resiste a través de la escritura y el arte, como posibilidad fragmentaria que de una subversión al anonimato: le llama interrupción. Esta interrupción vendría a cortar los flujos de pasividad que produce una sociedad del desastre. Esta interrupción, podríamos decir, es la chance de una escritura/arte que resiste el asedio incesante de la pasividad del desastre y que vendría a ser un modo del propio desastre de dejarse experimentar. Esta idea tendría como pregunta transversal el de cómo concebir una escritura/arte en el desastre. Respuesta que el colectivo de arte experimental AK-35 ha tratado de enfrentar a lo largo de estos 10 años de existencia.


Teniendo en cuenta la relación entre desastre, escritura/arte, interrupción y anonimato nos preguntamos, junto a George Didi-Huberman “¿por qué las imágenes beben tan a menudo de nuestros recuerdos para dar forma a nuestros deseos de emancipación? ¿Y cómo una dimensión ‘poética’ logra constituirse en el núcleo mismo de los gestos de levantamiento y como gesto de levantamiento?”.5

Somos impulsados a través del arribo de la finitud, por sobre la indiferencia del mercado, a fin de levantar-nos: la pérdida nos mueve e incita al levantamiento. Pero ¿a qué perdida nos referimos? Intentaremos responder a esa pregunta a través de la referencia a una de las performances en una de las tantas inauguraciones de la galería de arte experimental AK-35: Mitocondrial de Emilio Fabres, presentada entre el 3 y 24 de junio del 2011 en plena revuelta estudiantil.

El carácter de la performance era de tipo autobiográfico. Tuvo la intención de instalar la posibilidad del desprendimiento del gen paterno y herencia de la madre, en cuanto anulación de dispositivo paternal. La performance tuvo una duración de 40 minutos y su “centro” fue la cuestión del cuerpo, su sustrato. Detrás de la presentación corría un audio sobre la definición biológica del concepto de mitocondria como un mantra.

Lo anterior es desarrollado durante una performance muy pausada, en la cual el autor trabaja “anulando” y despojando toda posible carga simbólica visible de masculinidad, mediante la acción del afeitar diferentes partes de su cuerpo, como la barba, vellos faciales, la parte del tórax o torso, para terminar en los muslos y piernas, consumando la acción bajo su cuerpo rasurado y los calzones de su madre. El autor consideró la obra como “un recurso bastante pertinente y potente desde la noción del corte (sin una herida aparente), de ruptura entre lo que es y existe. Además, el hecho de irse desnudando y dirigiendo evoca una suerte de muda de una identidad a otra.”

La performance realizó un cruce entre arte y biología para hacer visible el arribo del cuerpo como elemento relevante. En este sentido, el cuerpo como soporte del recuerdo, de elecciones, de pérdidas y de ausencias, se conjugó con la incorporación de un audio emitido, como loop continuo, por el neurobiólogo, investigador y académico universitario, Claudio Berrios Bravo, que disertaba sobre la definición biológica de la mitocondria.

A partir de Mitocondrial, el autor desarrolló una lectura íntima sobre el tratamiento de la ausencia y la fragmentación desde el recuerdo y la memoria de una vida que ya no existe, desde el éxtasis de esos conceptos que habitan y bailan dentro de sí buscando eludir esa luz de visibilidad, fragmentos re-velados, recuerdos fantasmas invisibles que le persiguen como colección de imágenes en stand by, guiños a lugares análogos, arqueología del deseo, del recuerdo y del sentir.

La creación artística, entonces, como acontecimiento del levantamiento frente a la pérdida —desde la perspectiva de Patricio Marchant— del nombre propio, no para recomponerlo desde una lógica identitaria, sino como una fisura que apuesta por lo común en el acontecimiento de lo colectivo del arte y que invoca una relación de transmaterialización de códigos, lenguajes, obras, objetos, complicidades, entre otros.

¿Cuál es la fuerza que moviliza a la sublevación de la percepción y la revuelta de los sentidos? ¿Se precisa de una “experiencia radical” para que desborde la potencia de la revuelta? El acto de sublevar los sentidos, de propiciar la disrupción de los afectos y el encuentro de las confabulaciones que desarticulan las lógicas neoliberales impuestas por la circulación de imágenes plegadas al consumo.

Ahora bien, Ak-35 bajo la conjunción de esferas creativas de diversa índole atrae en su interrupción la posibilidad de un acontecimiento marginal del arte en un espacio que conjuga centro y periferia en base a una relación de tensión recíproca.

¿Qué es el arte? Ticio Escobar responde en El mito del arte y el mito del pueblo que:

“El modelo universal de arte (aceptado, propuesto y/o impuesto) es el correspondiente al producido en Europa en un periodo históricamente muy breve (siglos XVI al XX). A partir de entonces, lo que se considera realmente arte es el conjunto de prácticas que tengan las notas básicas de ese arte, tales como la posibilidad de producir objetos únicos e irrepetibles que expresen el genio individual y, fundamentalmente, la capacidad de exhibir la forma estética desligada de las otras formas culturales y purgada de utilidades y funciones que oscurezcan la nítida percepción. La unicidad y, especialmente, la inutilidad (o el desinterés) de las formas estéticas son rasgos contingentes del arte occidental moderno, que al convertirse en arquetipos normativos, terminan por descalificar modelos distintos y desconocer aquel supuesto, tan proclamado por la historia oficial, de que el arte es fruto de cada época y don de todas las sociedades.”6

La concepción moderna y burguesa del arte explícita en esta definición es echada por tierra por la invocación artística de Ak-35, precisamente porque la función desinteresada —característica del arte moderno definida por I. Kant— queda suspendida en cuanto el arte se posiciona como elemento disruptivo dentro del mercado del arte. A su vez, porque impera en ella la fusión del arte y de la vida en cuanto política transversal que le orienta desde su relación con los márgenes. A través de la performance, instalaciones readymades, todos puestos en juego a través de una lógica de la insumisión.

Federic Gross, en su libro Desobedecer nos recuerda, al mencionar a Marx que:

“(...) en el fondo las relaciones de sumisión forzosa son el meollo de la realidad histórica. Y la obediencia política, el respeto a las leyes, dígase lo que se diga, es siempre el resultado de una policía armada y de una justicia a la orden —o bien, más sutilmente, de una interiorización solapada en forma de “educación moral”, es decir, de la ‘violencia simbólica’”.7

La desobediencia simbólica propuesta en los espacios puestos al margen de la circulación comercial del arte, como es AK-35, aparecen como elemento de resistencia frente a la instauración de un arte como mercancía y de una mercancía como esteticismo de la imagen. De ahí que la propuesta de Ak-35 la práctica artística es un acontecimiento político.

El arte político como es “el ojo de la Historia” y en Chile, desde hace años, que este ojo acontece a través de una pluralidad anónima de afecciones, modos de producción, estratos sociales y clases que multiplican las miradas e ideas de aquella “Historia”. Influenciados por esta pluralidad es que emerge una confluencia particular, el entrecruzamiento de afecciones y desafecciones y la necesidad de montar un espacio de exteriorización, un espacio de visibilización de diversas performatividades.

Desde el “Estallido Social” aquel ojo ha saltado a la historia a través de una serie de lenguajes que se entrelazan en medio de la revuelta. Este quiasma sólo ha sido posible a partir del minucioso trabajo del anonimato de muchas agrupaciones artísticas que durante la llamada “vuelta a la democracia” mantuvieron una mirada radicalmente crítica frente al panorama social de Chile. En aquella insistencia crítica Ak-35 se situó desde sus inicios como una trinchera interruptiva capaz de convocar arte y política en un espacio enteramente novedoso. Invocación del arte a partir de su separación y distanciamiento con las prácticas hegemónicas de circulación artísticas que le rodean. En este sentido, Ak-35 genera su potencia creativa en ese distanciamiento, haciendo uso del arte como instrumento y herramienta de lucha. La materialización de la crítica de W. Benjamin “del arte por el arte” acontece como fuego neural de la práctica del colectivo.

¿Cómo se deviene artista? ¿Cuál es el proceso por el cual un artista asume una función transformadora sobre sí mismo y sobre quienes les rodean? ¿Qué función podría tener el arte entre la revuelta, la revolución y la sociedad? ¿Cuál es la importancia de hacer arte en una época en la que la percepción y el sentido es cada vez más capturado por máquinas semióticas que encierran a la sensibilidad y someten la voluntad creadora?

El arte como resistencia.

¿Por qué la necesidad de hacer visible las relaciones de fuerza que nos cruzan? ¿Por qué se hace tan urgente realizar una revisión de los modos de producción estéticos? ¿En qué sentido el arte puede modificar, con sus interrupciones, los flujos de consumo estético y político, y con ello crear las condiciones de emergencia de formas de vida en tanto resistencia?

Resistencia
Etimología: volver a la existencia. Alguna vez escuchamos que recordar era volver a pasar por el corazón. Si utilizamos de la misma manera el prefijo re en el caso de resistir, resultaría la idea de aquello que vuelve a la existencia, que brota nuevamente de la pasividad de la nada, del no ser. Ligado a aquello que no es, la resistencia conjuga la serie paradójica de aquello que dejando de ser aún no es por completo. Por ello, quizá, es que para algunos la potencia de la virtualidad en la resistencia sea un punto esencial. Ese potencial que lucha por volver a ser y persistir en esta fina hebra que de incompletud se muestra bajo el permanente riesgo de su reducción en el orden de las cosas.

El cuerpo y el arte realizan la denuncia de la violencia fundante que opera como constructor del sentido. Si observamos con detención, la pluralidad de exposiciones de AK-35 mantiene una relación de tensión con aquel sentido impuesto a través de la conquista de la ideología y estética neoliberal. En relación a lo anterior, Maximiliano Crespi, en su ensayo La revuelta del sentido, a propósito de la obra de León Rozitchner afirma una posición analogable a uno de los objetivos que emergen en estos 10 años de exposiciones en la periferia del Persa, como “práctica capaz de desanudar esa suerte de alienación, potencialmente idónea para disponer un liberación mediante una experiencia de distanciamiento que abre a una resistencia infraleve: la el pensamiento encarnado en una forma que pone al desnudo la violencia fundacional ejercida desde el lenguaje por un modelo de explotación basado en la supresión de los sentidos primeros.”8

La diversidad de lenguajes acaecido en las exposiciones favorece la posibilidad de una revuelta de los sentidos de orden microfísica o infraleve; y que, a su vez, propicia una forma de vida colectiva capaz de reformular los sentidos. De esta forma “la emergencia es los valores del esclavo no se realiza sino cuando la perspectiva organizadora del mundo del amo es puesta en crisis por la revuelta”9. Por lo tanto, desordenar el sentido es impugnar subversivamente el orden hegemónico. La incompletud de la obra como referente inmanente de la posibilidad de la subversión de los sentidos, de la posibilidad de creación de una forma de vida en lucha contra las disposiciones regulatorias que imponen la normalidad y el sentido común. La obra es entonces una posibilidad de salida, de exteriorización del malestar y reconfiguración de mundo.

En las obras de AK-35, cada autor se alzó como un “productor por venir” en relación con la alteridad que visitó las exposiciones. El otro, como elemento de incompletud de la obra aparece como un elemento relacional que propicia la interrupción de los sentidos: su revuelta. Sin ese otro, la obra no logra terminar su ciclo de irrupción e interrupción. La revuelta específica propuesta por AK-35 tiene sentido en cuanto articula un desbarajuste de la percepción del “amo”, de la sensibilidad del esclavo, de la obediencia perceptiva. Acontece en la dinámica de su trayectoria la necesidad de intervenir los modelos perceptivos que propulsan.

La multiplicidad de nombres que aparece en la historia de AK-35 nos muestra el juego de máscaras con que inicia su propuesta interruptiva de lo sensible. Acontece en la serie de nombres una forma de comprender la revuelta perceptiva como aquella que atenta, precisamente, a la hegemonía del autor y su ego. La participación agonal, trágica del artista, en cada obra redime la posición autoral burguesa que intenta desbaratar su potencia creadora.

Rotizchner nos dice: “(...) en el contexto de la imaginación burguesa, una vida y una literatura cristalizan en un autor y una obra por un proceso de mitificación de lo sensible y de reificación de lo subjetivo que se traduce en servidumbre voluntaria y humillación.”. Ahora bien, el artista no intenta comunicar nada, ni convencer ni informar; el artista visibiliza su fisura, expone su fractura, materializa su crisis de sentido en la fugacidad específica del ensueño imaginario de una serie de conjunciones, elementos, “materiales”, juegos y presentaciones que bordean la conciencia sin tocarla, que mella el afán yoico del modelo neoliberal que privatiza el sentido, aduciendo a una supuesta soledad primera.

En ese sentido, la interrupción que hablamos opera en dos niveles, tanto hacia la cultura en la que se origina cada obra, así como también en la relación personal que se ha establecido tradicionalmente entre obra y autor. Esto es reconocer que el arte es un territorio ya colonizado por prácticas privatizadoras, y que debe también buscar y modo de salir de dicho modelo de producción (si busca realmente ser resistente a lo que llamamos hegemonía neoliberal).

Tendríamos que afirmar que la revuelta que inicia este texto amplifica su impacto (su irrupción/disrupción) hacia territorios que exceden por mucho la disputa política contingente, incluso la que nos cruza hoy a raíz de la discusión constituyente. El reordenamiento simbólico que produjo tiene que ser aún entendido y recodificado en términos políticos, pero también culturales; esto mediante un arte que escape de la falsa idea de neutralidad y haga suyo el conflicto que también habita en sí mismo.

Proponer una curaduría para AK-35 es también entender el rol de la gestión de espacios de un modo político: tal como anunciamos el 2009, AK-35 es un espacio de experimentación, pero no en términos formales, sino que más bien explora la complejidad propia del arte contemporáneo en relación (en tensión, y por qué no en abierta contradicción), con las complejidades propias de otros territorios, como lo es el propio Persa, el público ajeno a los códigos artísticos o incluso, con otras maneras de entender lo artístico. Y lógicamente, mantener este proyecto en pie por años, da cuenta de la multiplicidad de formas que puede adquirir la resistencia, ya que la realidad se transforma constantemente en nuestro contexto: casi como una máquina o un autómata vemos cómo la precarización, la desposesión y la violencia adquieren nuevas formas, nuevas configuraciones sensibles. Ante eso, solo queda seguir actuando y seguir pensando, seguir haciendo y seguir experimentando, en definitiva: seguir acá (o AK).

Referencias

  • 1 Maurice Blanchot, La escritura del desastre. Monte Ávila Editores, Caracas, 1990. Pág. 9
  • 2 Guy Debord, La sociedad del espectáculo. Ediciones Naufragio, Santiago, 1995. Pág. 11.
  • 3 Blanchot, op. Cit., pág. 22.
  • 4 Ídem. pág. 25.
  • 5 Georges Didi-Huberman, Sublevaciones. MUAC, Ciudad de México. Pág. 14.
  • 6 Ticio Escobar, “El mito del arte y el mito del pueblo”, en su Contestaciones Arte y Política desde América Latina. CLACSO, Buenos Aires, 2021. Pág. 84.
  • 7 Frederic Gros, Desobedecer. Taurus: Madrid, 2008. Pág. 57.
  • 8 Maximiliano Crespi, La revuelta del sentido. El paso (no) literario de León Rozitchner, La Cebra: Buenos Aires. 2019. Pág. 24.
  • 9 Ibid. Pág.

Gabriel Tagle Petrone / Francisco Montero

Resistir en los límites

En los pasillos actualmente poco concurridos del nuevo persa Bulnes de Santiago cada zona tiene su especialidad de comercio: repuestos de autos, antigüedades, muebles, flores, etcétera. No hay nada en este mercado público de larga tradición popular, ahora en un estado de decadencia comercial y semi abandono, que indique la presencia de una galería de arte. Los almacenes son numerosos y angostos y se aglutinan en un laberinto de calles que confluyen en una plazoleta hechiza. Si el persa y las ventas al detalle funcionan durante el día, la galería abre de noche, según el ritual codificado de las inauguraciones. Quien llega aquí no lo hace para aparentar presencia, ni por el esnobismo y el elitismo propio de los lugares de la alta cultura. Al entrar en este sitio vacío, que de noche es poco visible y casi oculto, la sensación que impera es la de ser parte de una comunidad afectiva y estética. Las cervezas amontonadas en los cooler, las sillas improvisadas, el maullar de los gatos hambrientos, son todos elementos experienciales que son parte constituyente de las obras expuestas y que otorgan a la galería AK-35 lo que los críticos aman definir como una “escena del arte”.

Este aspecto performativo y situado, casi teatral, incide en la significación de las obras que en sí mismas carecen de cualquier estatus artístico a priori. Es el “mundo del arte”, según Arthur Danto, que define lo que es una obra de arte. ¿Pero qué es el “mundo del arte”? Si en los años sesenta estaba conformado por un circuito de profesionales y de instituciones, ahora parece ser un proyecto de comunicación y redes sociales. Si antes había que tener la experiencia de ver las obras físicamente e ir a los lugares de exposiciones para encontrarse con las personas del circuito, en este momento parece ser suficiente enterarse del proyecto a través de los mailing list, de la prensa o de Instagram. El arte se ha vuelto algo intangible. El aspecto presencial, especialmente después de la pandemia, es marginal y por esta misma razón profundamente político, como un acto nostálgico de disidencia. La galería AK-35 necesita la presencia, el estar físicamente en el espacio. Se basa en una resistencia estética, en el sentido kantiano de lo sensible, donde hay que poner el cuerpo para poder acceder a una obra de arte. Y en este mismo acto presencial la obra se hace colectiva.

De la misma manera en que las personas al ir al persa tocan la mercadería, regatean los precios, instauran una relación hecha por códigos culturales cada vez más residuales.

El historiador Gabriel Salazar en su libro Ferias libres: espacio residual de soberanía ciudadana (2003) escribe que “la “feria” era un lugar público donde a la soberanía comercial del pueblo se añadió una oportunidad de liberación social y/o cultural”. En este sentido, la relación intrínseca entre el comercio popular y el arte es parte de un relato antiguo, que se inscribe en el marco de una desobediencia civil y de una resistencia cultural. En estos primeros diez años de la galería, desde su emplazamiento en el persa de los reyes —que ya no existe— hasta ahora en el nuevo persa Bulnes, se ha vuelto evidente como los espacios residuales son un importante pilar de articulación de otras formas de hacer arte y de hacer comunidad.

Hay en general una tendencia conservadora en los lugares de exhibición que se fundamenta en torno a decisiones curatoriales determinadas por necesidad o por moda: seleccionar sólo artistas “emergentes” o “consagrados” para obtener financiamientos; elegir los temas según la contingencia, para aprovechar el posible retorno comunicacional; aplicar obsesivamente las reglas sociales de lo políticamente correcto para obtener buenas críticas. Difícilmente se encuentran espacios que operen según lógicas más próximas, afectivas, de afinidades selectivas —que quizás podrían parecer endogámicas—, pero permiten experimentar sin presiones institucionales. La apuesta de la galería ha sido la contaminación, un mestizaje abierto y creativo, como forma política de poner en discusión los límites, las jerarquías, incluso el territorio de su emplazamiento.

Es significativo que el arte expuesto en AK-35 dialogue de la misma manera (en igualdad de condiciones) con los objetos cotidianos, seriales o artesanales, presentes en el persa, los mismos que a veces los artistas utilizan por sus instalaciones y que en el espacio de la galería se abren a otras lecturas. Uno de los ejemplos es el proyecto de Bernardo Castro “Almacén Verdad y Justicia”, primera exposición inaugurada en el 2010, donde el concepto de compraventa asociado a los almacenes, a los quioscos de las ferias, representa el poder de la mercantilización, no sólo en el arte, sino simbólicamente de toda la historia de un país como Chile, puesto en venta desde la dictadura.

Este aspecto económico, otorgado por la naturaleza propia del lugar en el cual se encuentra la galería, es algo siempre latente y que también Bernardo Oyarzún, en su exposición “Cortapelo por botella” en el 2012, ha evidenciado según otra mirada: la del trueke, o Trafkintu (mapuzungun), que es un intercambio de saberes y todo tipo de elementos necesarios para una comunidad que se practica desde tiempos inmemoriales en América. El artista expuso diferentes objetos personales que el público podría intercambiar como una forma de practicar y experimentar —a través del gesto artístico— una economía circular. Y otra vez, en 2019, con la obra de Edward Estay “Ayuda humanitaria”, donde las cajas de mercaderías y alimentos de las grandes marcas comerciales, con sus gráficas llamativas, las mismas que fascinaron Andy Warhol, se deslumbran como la única opción posible en un mundo globalizado.

En estos ejercicios de contrapuntos y miradas sobre el concepto de mercantilización, el cuerpo tiene sin duda un lugar protagónico, no sólo como presencia sino como centro de la biopolítica en toda la magnitud y consecuencias que estamos experimentando en estas recientes circunstancias virales. La performance e instalación “Mitocondrial” de Emilio Fabres en 2011, se refiere al gen que recibió su madre al concebirlo y que le otorgó su sexo. El artista quiere volver a este momento fundacional, mediante la acción del afeitado de diferentes partes de su cuerpo, “anulando” y despojándose de toda carga simbólica visible de masculinidad. El cuerpo en su intimidad es entonces una programación celular, biológica, pero al mismo tiempo política, es en definitiva una tecnología, y de esta manera lo pone en cuestión Felipe Rivas San Martín, en la su exposición “El recuerdo de la interfaz” del 2013, donde a través del gesto pictórico como forma de fijación y apropiación temporal, reflexiona sobre la representación de la identidad en las redes sociales como Facebook, en continuo cambio y transformación.

Esta desmaterialización de lo corporal como unidad de identidad y género indiscutible, es lo que abarca Gabriela Paz, en el gesto de literalmente quitarse la piel y exponerla en su instalación “Topodermis” de 2013 y que vuelve a reflexionar Luna Acosta, a través de la performance “Muda” del 2015, en el gesto del despojo corporal. La violencia sistémica que controla, viola y mata nuestros cuerpos es la denuncia que hace Juvenal Barría con su obra “Fisura” en 2016, quien escribió sobre una gigantografía del Palacio de La Moneda bombardeada un texto a grandes letras rosadas, que expresa la situación de subalternidad experimentada por los ciudadanos contra el poder y por las mujeres contra el Estado. En este sentido político y antisistema se pueden leer los diferentes trabajos presentados a lo largo de estos años: desde los grabados de Guillermo Frommer, Mario Soro a las arquitecturas reconstruidas de Leonardo Portus.

El mercado, el cuerpo y la tecnología son temas que recorren las exposiciones de la galería, donde se evidencia una relación intrínseca entre todos estos elementos, pero siempre desde un mestizaje impuro, en una síntesis abierta. Y es en este sincretismo, hecho a pulso, sin un orden discursivo preciso y cerrado, que el arte se vuelve resistencia. Así como la consideraba Deleuze, un sustraerse a la agenda histórica y temporal determinada, para trabajar en las líneas laterales, no oficiales, imprevistas e impensadas, en los límites. El trabajo desarrollado por la galería estos diez años —y los próximos por venir— ha sido y es entonces, tejer nuevas comunidades, ya sea por su vinculación generacional, por las técnicas o los currículos; pero tramada siempre por afinidades y afectividades. Resistir en los límites del arte.

Referencia

  • 1 Gabriel Salazar, Ferias libres: espacio residual de soberanía ciudadana, Santiago: ediciones sur, 2003. Pág. 32.

Mariagrazia Muscatello